Los
amantes crucificados es, en opinión del comentarista japonés Akira
Iwasaki "una película de corte clásico que no tiene
equivalente en toda la obra de Mizoguchi. Aquí, el equilibrio es
total, lo que no quiere decir que la película carezca de vitalidad:
al contrario, en ella se siente la lucha apasionada de un individuo
contra la sociedad".
Si
pedimos a cualquier occidental que piense en algún cineasta japonés,
el primer nombre que con seguridad le vendrá a la cabeza es el de
Akira Kurosawa. Sin embargo, como todos los genios, el director de
Shinagawa tuvo sus predecesores. Uno de los más importantes fue
Kenji Mizoguchi, un prolífico director que despachó más de setenta
películas solo entre los años 20 y 30 y que, en 1954, adaptó para
la gran pantalla una obra escrita en el siglo XVII por Chikamatsu
Monzaemon.
Titulada
para el resto del mundo como "Los amantes crucificados", la cinta
narra la historia de un matrimonio que se rompe. Pero, a diferencia
de otras historias de amantes, en esta ocasión el drama sirve de
excusa para describir las fuertes convenciones sociales y los
terribles sacrificios que la sociedad del Japón feudal imponía a la
mayoría de sus habitantes. Durante
el siglo XVII los adúlteros eran crucificados porque el honor de los
samurais no toleraba la vejación de que su esposa prefiriera a otro
hombre, pero en la defensa de tan bárbara tradición intervenían
elementos políticos, económicos y otros intereses oscuros que nada
tenían que ver con la honorabilidad. Y
es en este aspecto, en el de los intereses particulares, el egoísmo,
la traición, la venganza y la envidia donde Mizoguchi retrata de
forma diáfana la condición humana predominante en aquella sociedad
feudal.
La
gran particularidad de este relato consiste en ir enlazando
sabiamente una serie de casualidades, de malos entendidos, de rumores
e hipocresías, bien alejadas del pecado de amor. En
realidad, los dos amantes: Osan, casada con el señor feudal y Mohei,
trabajador de la empresa del marido, descubren que comparten una
historia de amor cuando ya se ha tejido en torno a ellos una tela de
araña basada en mentiras interesadas, en una falsa culpabilidad de
la que algunos esperan sacar rendimiento económico y otros, como el
señor feudal acaudalado, seguir ocultando sus miserias conservando
una buena imagen que conviene a sus negocios y su posición social. Dos
personas inicialmente unidas por falsas interpretaciones y rumores,
que siempre han sido leales y sinceras, se ven obligados a huir de la
sinrazón en busca de la libertad. Será,
así, durante su viaje será cuando descubran sus verdaderos
sentimientos: Osan se dará cuenta por primera vez que, en realidad,
vive ahogada en un matrimonio concertado con un hombre mayor, avaro y
egoísta que jamás le presta atención. Por
su parte, Mohei, que es el empleado modelo y favorito del señor
feudal, esconde en lo profundo de su alma una gran adoración por la
joven señora de la casa. Por eso, no duda en ayudarla al comienzo
del relato cuando ella se ve presionada para pagar deudas familiares
de su hermano, jugador empedernido.
En
un momento crucial del relato, cuando Osan está dispuesta a
sacrificar su vida por el deshonor, tendrá lugar una de las más
bellas declaraciones de amor jamás vistas. A
partir de esa crucial y sincera exposición de sentimientos, la trama
dará un giro completo y la fuga se convertirá en la verdadera
historia de amor de dos amantes. Juntos
descubren que, a pesar de las sucesivas traiciones que intentan
separarlos procedentes de sus propias familias y antiguos amigos, aún
tienen derecho a una vida juntos y que merece la pena rebelarse
contra las absurdas normas de su sociedad aunque mueran en el empeño. La
huida de los amantes sirve de recorrido a través de los tabúes de
una de las sociedades más rígidas que jamás haya existido sobre
este planeta; pero también como vehículo para acercarse a unos
bucólicos paisajes que Mizoguchi representa con el talento de los
grandes artistas plásticos. Ya que aunque el relato enlace
diferentes lugares sobre una narración en permanente movimiento,
Mizoguchi mantendrá su estilo fiel a los encuadres fijos y
simétricos, su cámara apenas se mueve, y por sus planos los
personajes entran y salen, se acercan o se alejan, se profundiza en
sus caras o se diluyen en el entorno, pero siempre manteniendo el
plano. El uso de la luz es clave en la exquisita fotografía de Kazuo
Miyagawa (B&W).
De
esta manera, cada suceso de su largo viaje, cada encuentro, cada
posada y cada padre avergonzado le sirven de excusa para acercarse a
las formas de los famosos grabados que dieron a conocer Japón a los
occidentales incluso antes que el cine. Mizoguchi
hizo de la transición de su país hacia la modernidad uno de sus
grandes temas. Murió prematuramente, a la edad de 58 años, justo
cuando películas como ésta estaban al fin brindándole el
reconocimiento que merecía. Considerado el más oriental de los
grandes directores japoneses, sus películas entremezclan la
ancestral historia de su nación con muchos de los traumas de una
sociedad marcada por los desvaríos nacionalistas del siglo XX. Como
cineasta, jamás alcanzó, ni probablemente alcanzará, la notoriedad
de su compatriota Kurosawa; y, sin embargo, películas como” Los
amantes crucificados” demuestran que Mizoguchi era un maestro de la
dirección capaz de diseccionar su propio mundo y exponer un arte
puramente visual al mostrarnos sus entrañas.
Título original: Chikamatsu monogatari.
Director: Kenji Mizoguchi.
Intérpretes: Kazuo Hasegawa, Kyoko Kagawa, Yoko Minamida, Eitaro Shindo, Haruo Tanaka,Eitaro Ozawa, Chieko Naniwa, Tatsuya Ishiguro, Hiroshi Mizuno, Hisao Toake
Reseña escrita por Bárbara Valera Bestard
Título original: Chikamatsu monogatari.
Director: Kenji Mizoguchi.
Intérpretes: Kazuo Hasegawa, Kyoko Kagawa, Yoko Minamida, Eitaro Shindo, Haruo Tanaka,Eitaro Ozawa, Chieko Naniwa, Tatsuya Ishiguro, Hiroshi Mizuno, Hisao Toake
Trailer:
Reseña escrita por Bárbara Valera Bestard
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