El cine, considerado en su amplio concepto de séptimo arte, es un ente que cobra vida y evoluciona por sí solo. A través de los años ha ido creciendo, madurando, pasando por diferentes etapas y viviendo varias vidas. El relato cinematográfico tiene la versatilidad de adquirir diferentes contenidos y formas en su compleja recreación de nuestros sentidos. De tal manera, una película no tiene por qué estar condenada únicamente al divertimento de sus espectadores, ni al uso de artificios para impresionar.
Una película sencilla puede ser una ventana abierta para que, sin movernos de nuestra butaca, podamos conocer otras culturas, podamos abrir nuestro entendimiento y enriquecernos como personas.
"Timbuktu" es uno de estos relatos sencillos, nada ostentoso ni complaciente, elaborado fuera del circuito comercial con la finalidad de mostrar al mundo lo que puede estar sucediendo en pequeños y remotos lugares, alejados de lo que el mundo moderno ha optado por denominar Civilización. La película está ambientada en la preciosa ciudad de Timbuktu durante la guerra de Mali, cuando el grupo terrorista/extremista islámico de Ansar Dine ocupó los territorios del Norte en nombre de Alá estableciendo una serie de rígidas normas, según él y sus secuaces para hacer cumplir la Ley del Corán.
Se trata de un relato de ficción, que basa en la belleza del lugar y de sus paisajes una clara denuncia social. Al parecer, el guión del propio director y Kessen Tall tomó como punto de partida la lapidación real de una pareja no casada en 2012. La fotografía de Sofian El Fani y el rodaje en exteriores: Hodh el Charqui (sureste de Mauritania), son la base de una película que a través de sus imágenes consigue trasladarnos a aquel lugar, consigue describirnos la forma de vida sencilla de los lugareños que sufren la vivencia de ver cómo un grupo armado y extranjero decide hacerse cargo de sus vidas y de sus recursos.
La primera escena rodada casi a modo de documental sobre la naturaleza es una profunda alegoría de este gran relato. Sissako mediante un ritmo pausado, cargado de grandes silencios, con planos fijos abiertos y mantenidos en el paisaje, o bien mediante una cámara que sigue el día a día de estos habitantes, nos presenta una cinta que nos hace dudar de si estamos ante un relato de ficción o un documental. Nos muestra toda la belleza y el amor por la vida que son destruidos por un grupo de invasores. Sin embargo, su director no cae en excesos melodramáticos ni se recrea en la violencia. Incluso utiliza una ácida ironía para ridiculizar al invasor, y se vale de la profunda dignidad de la gente sencilla para mostrar la crudeza del relato.
La gran habilidad de este director consiste en llegarnos a lo más profundo con escenas sencillas, como la famosa escena de unos niños jugando a fútbol sin balón, ya que el juego del fútbol ha sido prohibido, llegando a azotar públicamente a quien lo practique. Al mismo tiempo se muestra una conversación entre extremistas armados discutiendo sobre si Messi es el mejor jugador del mundo o lo es Zidane.
Durante el metraje, se nos revela cómo este pequeño grupo extranjero, militarizado, armado y organizado en nombre de su Dios, no pretende más que la dominación y conquista de los territorios y habitantes que van ocupando. Siendo indispensable para el dominio de un nuevo pueblo la destrucción de sus orígenes y de su verdadera identidad, amparados en una interpretación muy a su conveniencia de la Ley islámica.
Esta vez el cine, asomándonos a una cultura y a un mundo que nos resulta muy lejano, viene a recordarnos lo más básico de la naturaleza humana: El poder mantenido por el miedo y la violencia. La imposición de reglas estúpidas, que ni los mismos dirigentes son capaces de cumplir y el sinsentido de la falta de respeto por la vida humana.
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