SONATA SOLEDAD (1987). La película más personal de Armando Robles Godoy.

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Obra que plasma el reconocido talento de nuestro querido Robles Godoy de creador de imágenes, de poeta de la imagen, y es que Armando Robles eleva nuestro cine hacia niveles de calidad estética y artística impensables en otros momentos, mientras a su vez genera universos donde lo onírico y lo verídico, donde el pasado y el presente se encuentran. Es Robles Godoy un artista que cuando se aprecia su obra, uno siente un arte tan depurado que lo escinde brutalmente de los demás camaradas suyos, tiene un refinamiento, un acabado que hace recordar el lirismo europeo. La complejidad de su arte, el poderío que despliegan sus imágenes, todo esto reforzado por su conocido y eficiente uso de la música clásica, crean un ambiente exquisito, que el realizador puede cambiar de tonalidad y de intensidad con mano maestra, y ese cambio es el que nos puede llevar al clímax con su presentación audiovisual, llegar al cielo y luego regresar a la tierra instantáneamente, excelente. En esta oportunidad el maestro peruano nos muestra una visión suya que tiene de la soledad, estructura del título, de una sonata, y en tres movimientos nos expone sus perspectivas de esa soledad, expresada en tres contextos o movimientos: Tempo, Contrapuntos y Variaciones, que vienen a representar tiempo, amor y muerte. Considerada entre lo más alto de su producción, junto con sus inmortales obras En la selva no hay estrellas (1967) y La muralla verde (1969), fue la penúltima obra de la breve filmografía del realizador, que hizo solo 5 largometrajes.

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Un vehículo avanza, un hombre prepara un menjunje. Primer segmento, Tempo, un hombre (el propio Robles Godoy) tiene un encuentro en el que aprecia a unos amantes, hecho que lo remonta a su niñez. A continuación, se realizan misas donde se pone de manifiesto la política de "anti placer" del catolicismo, condenando toda forma de placer físico. Un sacerdote castiga al niño que siquiera se masturbe muy seguido. Un niño se confiesa por masturbarse cuatro veces en una tarde; un hombre, y un niño, avanzan hacia un vagón abandonado. En el segundo segmento, Contrapuntos, otra vez un vehículo, un camión, avanza, una pareja llega a una casa donde un hombre escribe a máquina, la mujer de éste le recrimina, y piensa en lo terriblemente sola que está en su interior, nunca sintió amor por su esposo, se siente perdida en ninguna parte. Ambas parejas comparten espacio y tiempo; sin embargo, y pese a que se buscan, jamás se encuentran. Tercer segmento, Variaciones, muestra a un director de cine y su relación con su actriz dirigida, una mujer que predice su muerte, y fenece. El extremismo de la rigidez católica se hace patente de nuevo, rozando el ridículo, y teniendo su antítesis en la poderosa escena de un trío de la mujer con dos hombres, incluido el cineasta. En el final, la mujer fenecida revive, y nos clava una mirada un tanto escalofriante, pero llena de esperanza, sonríe.

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Notable el largometraje de Godoy, sigue haciendo gala el maestro de ese soberbio dominio de escena, su dominio del arte audiovisual, su notable presentación de imágenes y ambientación con música, todas sus características siguen reforzándose cinta a cinta, agregándosele ahora nuevas variables a su creación. En la primera imagen del filme vemos y oímos una campana, un breve plano de la campana y su fugaz tañido nos van indicando la tonalidad religiosa que tendrá parte del filme, especialmente esta, la primera. Es un comienzo típico de las cintas de Robles Godoy, al mostrarnos rápidamente un mosaico de imágenes al que en el primer visionado de la cinta ciertamente no encontramos el sentido, pero que ya apreciado todo el conjunto, encontraremos la total integridad y cohesión. Observamos en el director peruano una preocupación en determinados planos por lograr una perspectiva central en sus encuadres, una simetría tal, que el centro del encuadre es en efecto meollo visual que pareciera atraer el resto de la composición. A esa búsqueda de armonía, a esa simetría, se une alguno que otro rezago de su etapa inicial, alguna temblorosa reminiscencia al uso de la cámara en mano, pues efectivamente Robles Godoy es un cineasta moderno. Una vez más el cineasta plasma una de las figuras predilectas de su lenguaje cinematográfico: la elipsis, y muy probablemente en esta obra es en la que con mayor fuerza plasma esa tendencia expresiva suya: un hombre observa unos amantes, una elipsis nos transporta a su infancia donde tuvo una experiencia idéntica; estas elipsis están potenciadas por una música sutil, la mezcla espacio temporal es más potente que en otras obras suyas. Es así que veremos pues a un hombre maduro presenciando una escena, el siguiente plano nos muestra lo que está observando el hombre maduro, para a continuación mostrársenos al observador, que sigue siendo nuestro protagonista, pero con no pocas décadas menos encima. Vemos pues que el montaje tiene una importancia capital, igualmente de una proporción mayor a la apreciada en otros trabajos del sudamericano, esto refuerza las citadas elipsis de su lenguaje, y dotará de distintos ritmos a los diferentes segmentos de la cinta. El trabajo de montaje es uno de los puntos fuertes no solo de la cinta, sino de la filmografía completa de Robles Godoy, y se aprecia la madurez y el dominio de un realizador que a este respecto ya ha consolidado y desarrollado su estilo, su lenguaje. Por cierto, la música, obra de Fernando Garreaud, Héctor Villalobos, Carl Off, y del inmortal prodigio Beethoven, dotan a la cinta de los diversos ritmos e intensidades de los tres segmentos.

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Asimismo, es también la película en la que mayor dosis autobiográfica se siente, el trabajo está impregnado de las vivencias del director, es como si fuera un desfile, un recorrido por su psiquis, por sus recuerdos, por su infancia, y la presencia física del propio realizador entre los protagonistas es un elemento que refuerza muy poderosamente esa tesis. La más innegable muestra de ello será durante la confesión del niño al sacerdote, debido justamente a sus acciones masturbadoras, el padre pregunta al infante si está arrepentido, y vemos a Robles Godoy, ya en el presente, respondiendo con una negativa, la estigmatización que vivió de toda sensación placentera física es algo que el cineasta nos desliza con vigor. Tenemos así al remordimiento y culpabilidad por la debilidad ante las tentaciones carnales, la atractiva masturbación, la rigidez católica, todos acompañantes en la infancia de Robles Godoy, la clase de tiro, quizás un guiño a Velasco y el mandato presidencial que le tocó vivir al cineasta, nos grafica y muestra pues el realizador buena parte de sus propias vivencias. Es como si todos los atributos y características del cine de Armando ya no solo estuvieran presentes, sino que se encuentran a su máximo exponente, sus encuadres, sus primeros planos, su montaje, su dosis autobiográfica, todo está aquí; pero a los vistosos recursos técnicos ahora se suma una triste y tibia reflexión sobre la soledad, mientras filosofa también sobre su rol en la vida, el rol del cineasta, del artista. Es resaltante asimismo la por momentos total falta de diálogos, toda la fuerza expresiva, y también narrativa, reposa en las acciones de los protagonistas, sus miradas, sus acciones, los simbolismos, la narración y la expresividad corren por cuenta del complejo y hermoso trabajo audiovisual, de su concepción estética. Sacrifica Robles Godoy de esa forma lo que se llamaría un argumento convencional, de coherencia normal, en pro de la imagen y del sonido, dejando hablar a la fina música por él seleccionada, a las imágenes, de los seres humanos, de la naturaleza, en un producto audiovisual en el que, lamentable y seguramente por mala conservación de los negativos de la película, observamos en algunos planos una oscuridad que se siente excesiva. Y esa oscuridad, aunada a la mencionada falta de diálogos, termina por configurar una cinta cuyo universo se siente por momentos hermético, impenetrable en su densidad, en su mezcla de realidad y sueño, del ahora y del recuerdo, en el que lo lineal o convencional es un mero pretexto para el espectáculo audiovisual.

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El primer segmento, del tiempo, es quizás el más hermoso en su presentación audiovisual, que tiene innegable y marcadas reminiscencias con su cortometraje El Cementerio de los Elefantes (1973), y donde se prescinde más  de los diálogos -característica siempre muy apreciable en el cine-, por lo que la carga expresiva y narrativa recae directamente en las imágenes, en la música, y Robles Godoy es curtido y experto en eso. Plasma también la visión de su propia niñez, expresando el malestar por la rigidez de la educación católica, su marcado conservadurismo del que se sacude vigorosamente con esa secuencia sexual final. Las imágenes de este segmento son muy bien logradas, armónicas, refinadas, atractivas, limpias. En el segundo segmento, el matrimonio, la institución que supuestamente representa el amor, la unión, queda evidenciada como algo carente de auténtica y genuina unión, espiritualmente puede ser un abandono y soledad absoluta. Las relaciones de pareja son abordadas y se pone de marcado relieve que el matrimonio no está ni siquiera cerca de ser un real remedio a la soledad de espíritu, se aborda una unión matrimonial que al final no significa nada. La cinta es una triste y serena sonata a la soledad, a la soledad de espíritu, que es mucho más sensible que la física, esto se muestra potentemente con las dos parejas de este segmento, compartiendo espacio y tiempo, casi tocándose, y sin embargo nunca teniendo genuino contacto. "No sé lo que siento, o tal vez ya no siento nada", "un viaje de ninguna parte, a ninguna parte", dice la actriz, nos habla el cineasta de una soledad imperante, de unas almas sin rumbo y solitarias que pese a estar rodeadas de semejantes, no tienen otra compañía que sí mismos; viven escindidos de los demás, apartados, como el partido espejo donde ella se refleja, donde los escindidos pedazos del espejo le devuelven una imagen partida de ella. En el tercer segmento el obvio guiño a sí mismo es central, como el realizador que vive su propia carrera contra la soledad, y el hermoso simbolismo de la mujer que muere para resucitar, la vida, finalmente triunfó sobre la muerte y la soledad. La complejidad del tratamiento continúa cuando observamos al cineasta haciendo cine en su película, representando un rodaje, a los hombres de cine trabajando, grabando, realizando travellings, el artista, el dios creador en el arte, jugando con la muerte de su actriz. Inclusive vemos a la lente, literalmente fisgoneando durante un carnal encuentro de los personajes, el realizador reflexiona un poco sobre la soledad, sobre el arte, la muerte y el papel del artista. El uso de la música es también remarcable, que genera una envolvente atmósfera de preciosismo, elegancia y belleza, y por momentos cambia sustancialmente a ominosas melodías, de premura, urgencia, suspenso incluso -la música será más frenética que nunca en la secuencia voyerista, el cineasta observando a los amantes teniendo sexo, y ella que le devuelve el guiño-. Las alegorías a la muerte, asociación con la naturaleza, el sexo, son muchos los simbolismos que encontramos en una obra repleta de riqueza audiovisual, uno de los mejores trabajos de nuestro paisano, cine peruano de alto nivel, que termina siendo dedicada a "todos los que, en una u otra forma, trabajan, estudian y luchan para hacer cine en el Perú". Hermosa cinta, la primera que vi de este director, lo mejor que nuestro Perú ha producido.

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Director: Armando Robles Godoy.

Intérpretes: Armando Robles Godoy, Delba Robles, Marcela Robles, Orlando Sacha, Tony Vazquez.


Trailer:


Reseña escrita por Edgar Mauricio


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