Tras la realización de "Los Diez Mandamientos (1923)" y
"Rey de Reyes (1927)" dos colosales epopeyas bíblicas, el megalómano e
influyente Cecil B DeMille se propuso rematar la trilogía que tenia en la
cabeza con "El Signo de la Cruz" y en virtud de la cronología que establecían
los dos títulos anteriores, se lanzó a relatar los primeros años de la iglesia
y, en concreto, la persecución y martirio de los cristianos a manos de
Nerón... y como no, fue una nueva demostración del poderoso sentido del
espectáculo que poseía el director, que aprovechaba la excusa religiosa de
estos argumentos para ofrecer erotismo y romanticismo, espiritualidad y sadismo
por partes iguales. Esta vez sustituyó la fuente bíblica por una obra de Wilson
Barrett y también se inspiro en el Quo Vadis? de Henryk Sienkiewicz, que años
mas tarde llevaría a la pantalla Mervin LeRoy con gran exito. Empiezan a
vislumbrarse en esta tercera película los conatos de ambigüedad moralista del
cineasta: el foco ya no se centra en aspectos exclusivamente espirituales sino
en otros históricos y románticos. "El signo de la cruz", es un antecedente
paradigmático de las posteriores películas de romanos y cristianos. Producida
en 1932 por la Paramount y con un reparto estelar de la época, nos relata la
historia de un amor imposible entre el joven "praefectus urbis" de
Roma, Marco Soberbio (Frederic March) y una joven cristiana, Mercia (Elissa
Landi), en los días siguientes al incendio de Roma por Nerón (un fantástico
Charles Laughton).
La libidinosa y perversa emperatriz Popea (inolvidable Claudette Colbert), que desea a Marco, interfiere en ese idilio. DeMille juega la baza del erotismo con cierta temeridad: que Claudette Colbert se bañe desnuda en leche de burra forma parte de la iconografía ad hoc; otra cosa es ver a las jóvenes cristianas sacrificadas en la arena llevando poco o ningún ropaje. Al margen del detallismo histórico (si era así como se las exhibía en el circo), resulta escabroso y cruel mostrarlas de este modo mientras son devoradas por cocodrilos o atacadas por gorilas. Esta es precisamente una de las claves de este film: su explícita crueldad, concentrada en el clímax, donde DeMille nos obliga a visionar un inacabable repertorio de brutalidad y barbarie narrativamente innecesario si, pero sumamente atractivo para el espectador. Además, se recrea con sadismo al contrastarlo con las reacciones inhumanas, indolentes y obscenas del publico romano que presencia el salvaje tormento de los inocentes cristianos. Aun siendo clasificada dentro de la temática religiosa, la película cuenta con una serie de secuencias cargadas de un latente erotismo que se convierten en lo más destacado de la función. Es evidente que DeMille, ferviente católico, sentía un fuerte magnetismo con el pecado y la perversión. Pocos directores cuentan con la pericia necesaria para insinuar una doble lectura de contenido lascivo, logrando que el espectador imagine aquello que no se muestra explícitamente en pantalla.
Esto sucede reiteradas veces a lo largo del metraje, por ejemplo cuando la emperatriz Popea (a quien da vida superlativamente la actriz Claudette Colbert) se está bañando en leche de burra ante la atenta y lujuriosa mirada de Nerón, exhibiendo tan solo su rostro y parte de sus pechos. Asimismo, en dicha secuencia, Popea insta a su compañera de confidencias a que se meta junto a ella en la bañera. A DeMille solo le basta una sutil metáfora con dos pequeños gatos presentes en escena para insinuar una posible relación lésbica sin confirmarlo. Sencillamente magistral…Llama la atención la extrema violencia que se respira constantemente teniendo en cuenta la fecha en la que fue filmada. Difíciles de olvidar son las secuencias del circo romano, un espectáculo dotado de una realización soberbia y de una crudeza sin parangón que poco tienen que envidiar a películas más actuales: gladiadores luchando a muerte, elefantes aplastando cabezas o cristianos devorados por leones hambrientos son solo algunas de las atrocidades que aparecen. Por no mencionar la escena en la que se intuye como un gorila acaba con la vida de una joven únicamente a través del horror reflejado en los rostros atónitos de los asistentes al evento. "El Signo de la Cruz" fue víctima de numerosos cortes al realizarse antes de que entrase en vigor el Código Hays, una ley de censura impuesta por la propia industria, en respuesta a las presiones de las ligas de la decencia y de la minoritaria, pero muy poderosa Iglesia Católica norteamericana. Afortunadamente hoy podemos recuperar la versión integra sin cortes gracias a una nueva edición del año 2009 que permite el visionado de una obra espectacular y sin duda muy bizarra, del creador del cine espectáculo.
La libidinosa y perversa emperatriz Popea (inolvidable Claudette Colbert), que desea a Marco, interfiere en ese idilio. DeMille juega la baza del erotismo con cierta temeridad: que Claudette Colbert se bañe desnuda en leche de burra forma parte de la iconografía ad hoc; otra cosa es ver a las jóvenes cristianas sacrificadas en la arena llevando poco o ningún ropaje. Al margen del detallismo histórico (si era así como se las exhibía en el circo), resulta escabroso y cruel mostrarlas de este modo mientras son devoradas por cocodrilos o atacadas por gorilas. Esta es precisamente una de las claves de este film: su explícita crueldad, concentrada en el clímax, donde DeMille nos obliga a visionar un inacabable repertorio de brutalidad y barbarie narrativamente innecesario si, pero sumamente atractivo para el espectador. Además, se recrea con sadismo al contrastarlo con las reacciones inhumanas, indolentes y obscenas del publico romano que presencia el salvaje tormento de los inocentes cristianos. Aun siendo clasificada dentro de la temática religiosa, la película cuenta con una serie de secuencias cargadas de un latente erotismo que se convierten en lo más destacado de la función. Es evidente que DeMille, ferviente católico, sentía un fuerte magnetismo con el pecado y la perversión. Pocos directores cuentan con la pericia necesaria para insinuar una doble lectura de contenido lascivo, logrando que el espectador imagine aquello que no se muestra explícitamente en pantalla.
Esto sucede reiteradas veces a lo largo del metraje, por ejemplo cuando la emperatriz Popea (a quien da vida superlativamente la actriz Claudette Colbert) se está bañando en leche de burra ante la atenta y lujuriosa mirada de Nerón, exhibiendo tan solo su rostro y parte de sus pechos. Asimismo, en dicha secuencia, Popea insta a su compañera de confidencias a que se meta junto a ella en la bañera. A DeMille solo le basta una sutil metáfora con dos pequeños gatos presentes en escena para insinuar una posible relación lésbica sin confirmarlo. Sencillamente magistral…Llama la atención la extrema violencia que se respira constantemente teniendo en cuenta la fecha en la que fue filmada. Difíciles de olvidar son las secuencias del circo romano, un espectáculo dotado de una realización soberbia y de una crudeza sin parangón que poco tienen que envidiar a películas más actuales: gladiadores luchando a muerte, elefantes aplastando cabezas o cristianos devorados por leones hambrientos son solo algunas de las atrocidades que aparecen. Por no mencionar la escena en la que se intuye como un gorila acaba con la vida de una joven únicamente a través del horror reflejado en los rostros atónitos de los asistentes al evento. "El Signo de la Cruz" fue víctima de numerosos cortes al realizarse antes de que entrase en vigor el Código Hays, una ley de censura impuesta por la propia industria, en respuesta a las presiones de las ligas de la decencia y de la minoritaria, pero muy poderosa Iglesia Católica norteamericana. Afortunadamente hoy podemos recuperar la versión integra sin cortes gracias a una nueva edición del año 2009 que permite el visionado de una obra espectacular y sin duda muy bizarra, del creador del cine espectáculo.
Título original: The Sign of the Cross.
Director: Cecil
B. DeMille.
Interpretes: Fredric
March, Charles
Laughton, Claudette
Colbert, Elissa
Landi, Ian
Keith, Vivian
Tobin, Nat
Pendleton.
Trailer:
Reseña escrita por Ramón Abello Miñano
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